Se trata de un desnudo crudo, tanto por la posición ranchera de la muchacha, con las puertas abiertas, como por la pulcra decapitación que ha sufrido y que la lleva camino del pollo a l’ast.
Ha perdido uno de los zapatos rojos de tacón, y el pie ha quedado descalzo, huérfano, desnudo, desprotegido: es un juego que le gusta a la muerte, descalzar a los difuntos, ya sea de uno o de ambos pies, pero más bien de uno, porque a la muerte le gusta el desorden y la asimetría.
La muchacha está ictérica de muslos y de tetas, pero verde lima o limón del resto del cuerpo, incluyendo la nalga y el brazo izquierdo. Tiene el ombligo alto y sencillo, y la cresta ilíaca le sobresale en ángulo, con un perfil montañoso. En el cruce de caminos hallamos el andrajo, con abundante vello enredado.
Como instintivamente uno le busca los ojos, la mirada, y no están, tiende a verle los hermosos pezones como dos ojos, quizá atípicos de ubicación y color, pero —en cierto modo— tranquilizantes, ya que de este modo hay algo en ella que nos mira, que nos puede ver, que nos responde y podría replicar. Tiene unos pechos abundantes, caídos pero con los pezones frontales.
En suma, la muchacha está en el límite entre un cuerpo humano tirando hacia muerto y unos restos humanos todavía no identificados.
La falta, la pérdida de la cabeza es un asunto demasiado importante como para no darle importancia, a pesar de que algo en nosotros busca, quiere al semejante, y transforma los pezones en órganos visuales a dos.
Por Narciso de Alfonso
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