«Luces de bohemia» es una de esas experiencias que cualquier espectador debe ver por lo menos una vez en la vida. Un «tótem» escénico que revolucionó el teatro y donde Valle- Inclán creo un subgénero como el «esperpento», una deformación castiza de la realidad, de esa España humillada tras las pérdidas de Cuba y Filipinas y anterior a la Guerra Civil, que continuó en otra obra como «Divinas palabras» o en novela con «Tirano Banderas». Valle se convierte en un visionario adelantando bastantes décadas su concepción teatral con tantas, y diferentes, localizaciones e incluso escenas paralelas en el tiempo, como si de cine se tratase.
Hacía bastante tiempo que no veíamos «Luces de bohemia» en vivo, de hecho el último Valle en directo fue el «Divinas palabras» de Gerardo Vera en el Teatro Valle- Inclán del Centro Dramático Nacional tras su reapertura en 2006. Ha llovido. Esta que nos ocupa la ha realizado el Teatro Clásico de Sevilla y no se puede negar el éxito tanto de crítica como de público, que no en vano le ha granjeado una colección de premios, coronados por sus ocho nominaciones a los Premios Max. Hay que reconocer a Alfonso Zurro, su interesante versión y dirección, con algunas soluciones imaginativas que consiguen, que sin perder un ápice el espíritu de «Luces de bohemia» aligeran las complicaciones escenográficas y componen una dramaturgia adaptada a los tiempos actuales. En este viaje a la muerte en la última noche por ese Madrid decadente de tabernas, cafés, revoluciones y «canalla modernista», Zurro nos presenta algunas licencias como ciertos cantos al 15-M, a novelas posteriores a 1920 o a sustituir a Ruben Darío en el Café Colón por el propio Valle- Inclán. Una idea, esta última, sencillamente genial, aunque hay que reconocer que el personaje pierde todo el ademán pendenciero que poseía el hispano frente al nicaragüense. Una licencia que nos lleva a recordar algo similar, como propuso en narrativa Michel Houellebecq con «El mapa y el territorio», intengrándose como secundario.
Pero sin duda, lo más destacable en cuanto dramaturgia es su estructura, pues rompe con el esquema de Valle y utiliza como inicio las últimas escenas, con lo que se consigue que todo parezca un «flash back» cinematográfico de la última noche de Max Estrella contada por Don Latino de Híspalis. Además siguiendo la humorada, las acotaciones del texto (que recordamos son muchas) se convierten en un coro griego. Para que esta propuesta llegue «a buen puerto» el maquillaje y vestuario son excesivos, deformando a todos como los espejos cóncavos del Callejón del Gato, calle, que por cierto existe con el nombre de Alvárez-Gato, callejuela en el centro de Madrid, cerca de la Plaza de Santa Ana y donde los espejos han sido colocados por un conocido bar como reclamo valleinclanesco.
La escenografía es otro acierto al evitar los múltiples decorados con rocambolescos, y costosos, aderezos, limitándose a una serie de cajones rectangulares que situados a conveniencia pueden convertirse en cementerio, Taberna de Picalagartos, redacción de periódico o Ministerio de la Gobernación ( del que sustituyen al ministro por ministra, entendemos como una concesión a estos años de memoria calcinada).
Un reparto en «estado de gracia» protagonizado por unos soberbios Roberto Quintana y Manuel Monteagudo, apoyados por Juan Motilla, Amparo Marín, Antonio Campos, Rebeca Torres, Silvia Beaterio, José Luis Bustillo y Juanfra Juárez, un actor que nos sorprendió hace años protagonizando «La evitable ascensión de Arturo Ui» de Berthold Brecht. Todos mimetizándose en la «farsa» e interpretando varios papeles, como si esa deformación de la realidad nos convirtiese en personajes repetidos. Un esperpento bien ligado que durante dos horas nos hace profundamente felices, nos lleva a convertirnos en ese «espectro del pasado, ese recuerdo de los tiempos heróicos», donde algunos por las calles de ese Madrid, aunque bastantes décadas después, hemos jugado a esa bohemia, a ser Max Estrella. Tiempos que perdido el ardor de la juventud se recuerdan con cariño y que la Compañía de Teatro Clásico de Sevilla ha vuelto a recordarnos. Solo por eso, parafraseando a Valle y a falta de sombrero «Me quito el cráneo» ante ellos. ¡Cráneo privilegiado!
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