Siempre se corre el peligro de convertirse en un buen hombre, en un tipo que, tal vez involuntariamente, con la contención de sus gestos, va diciendo que no se considera un buen hombre, sino sólo un hombre más, solidario y beneficioso y dispuesto, que da vueltas al circuito de sus días modestos y de sus noches mansas, que pasa inadvertido.

Aunque no se lo pregunta, no sabe de dónde ha sacado este modelo tan insulso de ser bueno, tal vez son cosas que se aprenden sin darse cuenta, ya desde la infancia y la familia, por observación, por inoculación, por contagio, como las modas en el vestir o en los intereses sociales.

Un buen hombre es una marioneta que puede ver sus hilos, que prefiere una tarde en Mataró que en Miami, y que piensa en la felicidad boba de los demás y sólo después en la suya. Alguien a quien las cosas le pasan en general, por no singularizarse ni hacerse notar, y que tiene más esperanzas que deseos: un buen hombre.

Un individuo más bien insignificante, incoloro, con todos sus huesos, a quien nadie busca ni reconoce, que, cuando no se encuentra bien, se toma un caldo de pollo y se acuesta temprano; un tipo que nunca se queja, resignado, capaz de frustración y de sufrimiento, conformadizo y educado: un buen hombre.

Forma parte del paisaje más que del vecindario humano, y lo que está intentando es caerle bien a Dios –cuando son tan pocas las personas que han perdonado a Dios de verdad, sin guardársela para más tarde-.

Como es incapaz de enfrentarse a nada, se ha inventado un sustituto: ser un buen hombre. Alega que ha hecho lo que ha podido, como cualquier fracasado vestido de azul, con su camisita y su canesú: el buen hombre siempre alega lo mismo, mientras otro se folla a la reina del baile.

Uno se pregunta, quizá por curiosidad, dónde ha metido las garras de sus doce extremidades, su plumaje grande de pájaro carpintero, su pasión por los caballos, su vanidad rencorosa de espejo a espejo.

Uno lo preferiría desafiante, confiado en el encuentro absoluto y partidario del amor eterno, con una patente divergencia mental, convencido de que tiene la exclusiva del sufrimiento: un miserable.

Sí, uno lo preferiría excesivo, exagerado, alguien que asegurara que seguirá actuando igual incluso cuando llegue el Apocalipsis, un tipo contradictorio y orgulloso, embaucador y solemne, arrogante y embustero: un indeseable.

Uno lo preferiría histriónico y emotivo, irracional y sensible, sensitivo y sentimental, que funcionara mucho mejor con público, con la presunta admiración, odio y envidia de los demás: con dos corazones, uno de cada color, como carnívoros en celo.

El buen hombre no puede elegir, aunque a veces quiera engañarse creyendo que sí, que su cosa buena es voluntaria y querida. Tal vez no sepa que la bondad es en color, mientras que él es solamente en blanco y negro.

Pero la bondad –que es el amor antes de ser amor- pone vida, mete marcha, y ya todo suelta sus colores: todo da un salto cualitativo y las cosas se ponen contentas, se hacen más felices, sus electrones bonitos vibran y saltan de alegría.

En la bondad –que es el amor antes de volverse persona- está el paraíso y el dolor; la bondad, como la vida, derrocha, gana por un exceso de abundancia, mientras que el buen hombre no quiere gastar, economiza, ahorra, guarda, no se cambia de traje hasta que el que lleva está raído: viene a ser como salir con los zapatos viejos, cualquier lunes de invierno por la mañana.

La bondad –que es un amor anónimo que aún no se entera cabalmente- se va, más bien, hacia actriz elegante, discreta pero quedona, mientras que el buen hombre se ha quedado en vendedor de berberechos a granel.

La bondad está enamorada, mientras que el buen hombre, ay, es un soltero que se ha quedado viudo antes de casarse.

 

por Narciso de Alfonso

 

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