Vuelve Michael Haneke con «Happy end», un «refrito» de todas sus obsesiones mostradas en sus cintas anteriores. Una obra menor dentro de su filmografía pero con muchas de las virtudes, sobre todo en la dirección que le han hecho célebres. Así el guion, escrito como casi siempre por él mismo entronca directamente con su anterior «Amor», aunque salvando las distancias siempre a favor de esta última, en cuanto a la muerte y el suicidio. Pero no es la única coincidencia, pues también existen esas grabaciones caseras como en «Caché», niños siniestros como en «Funny games», un montaje que parece inconexo como en «71 fragmentos de una cronología al azar» o el sexo descarnado de «La pianista», junto con los arrebatos inesperados de violencia, en gente de lo más tranquila como en «la cinta blanca». Y así la más de hora y tres cuartos de metraje se convierte en una especie de grandes éxitos de su pasada trayectoria, que se ve con agrado aunque resulta menor en su carrera.
En lo que sigue destacando es la puesta en escena, con esos silencios «marca de la casa», evitando cualquier banda sonora o canción, con esos largos planos secuencias, bien en movimiento o estáticos, con la cámara situándose alejada de la escena o sucediendo la acción fuera de campo. Una forma de entender el cine, a veces desconcertante pero que contiene la magia del séptimo arte, con resultado de conseguir que el espectador quede fijo en la pantalla. Cosa de enorme realizador, como puede suceder con otro renovador del lenguaje visual como David Lynch. En la que nos ocupa, desde la primera secuencia mantiene el interés con planos verticales grabados de un móvil donde una niña realiza rutinarias labores en el baño antes de irse a dormir, envenenando a su mascota con posterioridad y tras los créditos, ya en 35 mms., vemos un derrumbamiento a cámara lenta mientras de fondo suena un programa de radio. Con «Happy end», Haneke sigue siendo excelente con la forma aunque le falla el fondo, pues el guion sufre de altibajos y no terminan de calar ninguno de sus personajes, demasiado esquematizados, salvo en la niña que resulta perturbadora.
Y en el capítulo actoral, de nuevo vuelve a funcionar, con esas interpretaciones hieráticas, tan del gusto de Haneke, donde nadie sonríe y todos demuestran la amargura de sus vidas como metáfora de la insatisfacción de occidente. Y aquí emergen las colosales figuras de Jean-Louis Trintignant, en la recta final de su carrera, e Isabelle Huppert en uno de esos antipáticos papeles que borda, junto a un más que aceptable Mathieu Kassovitz y el descubrimiento de Fantine Harduin.
En cuanto a los técnicos, todos cumplen desde el extraño montaje de Monika Willi, con la que lleva trabajando desde «La pianista» o la fotografía casi realista de Christian Berger, colaborador de Haneke desde «El vídeo de Benny». Todos ellos «nadan hacia buen puerto» en una historia coral que podría haber sido mejor pero que mantiene el aceptable tono que imprime Michael Haneke a sus largometrajes, uno de esos nombres que seguro pasarán a la historia del cine.
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