Asómate a estos balconcillos, aunque no seas el padre de los geranios que los habitan,
aunque no seas el padre de las palomas que los visitan. Aunque no seas el padre de la jirafilla.
Asómate al balconcillo desde el que se ve cómo los miserables de melody spring devoran
la preciosa tórtola de butch butchanam.
No es necesario subir a los balconcillos para conocer a los viejos tontos de larkin: como
nosotros, quieren ver, entender algo, y se pasan el día de balcón en balcón, asomándose siempre
demasiado, peligrosamente, ay, quién nos defenderá de tanta belleza.
Cómo chirrían los trapecios. Y la dama silenciosa pasa, pasa decapitando los tulipanes
sin detenerse. Sí, los balconcillos vienen a ser la puta mesa junto a la única ventana
del bar atestado que franky, el camarero, nos proporciona aunque no seamos el (orgulloso) padre
de la jirafilla, ni siquiera el padre de los geranios ni de las torcaces: nos basta con amalarle
el noema para que se le agolpe el clémiso y, servicial, nos lleve a la mejor mesa, en el mismo
límite de las gunfias.
Nos dicen que los muertos no necesitan aspirinas o cigarrillos, pero quizá necesiten
lluvia o un lugar para arder. Sabemos poco, sabemos tan poco: en una oveja solitaria, ¿cómo
se llama la tristeza?; la muerte, ¿será de no ser o de sustancias peligrosas?
Asómate a los balconcillos, si quieres. O no te asomes: no estoy aquí para convencerte
de nada. Enseguida caerá la noche: el viento cósmico consumirá tus mejillas y te captará
en su hermosa y terrible longitud de onda. Duerme, no queda nada. Al atardecer apoya tu dura
cabeza en el regazo de piedras extrañas y duerme, con la barba hacia el polo y las manos
abiertas. Duerme, no queda nada.
Sube a estos balconcillos para ver a la pequeña pasajera, a la infanta difunta, a la pequeña
centinela que sigue cuidando de nosotros y permanece firme a la intemperie, allí donde
las puertas son sólo de salida y ya todo es el revés de los espejos. A ella no le quedan,
tal vez, brazos por abrir, pero todavía necesita tanto. Necesitamos tanto, incluso cuando
estamos muertos: posiblemente necesitemos todo, todo y además.
Esos cabrones de melody spring siguen devorando la hermosísima tórtola de butch
butchanam. O quizá sea otra tórtola, no sé, quién sabe.
Sube a estos balconcillos de clima amable donde algunos juegan, tal vez ya para siempre,
al baccarrá en la noche. Escucha cómo se balancean los trapecios, cómo chirrían. Siente,
siente la hipnosis del patrón vasques: estatura media, achaparrado, mirada de vagar enérgico,
franco y astuto, el pescuezo lleno pero no gordo, brusco y afable, los carrillos tersos
con la sombra de la barba recién afeitada.
Desde los balconcillos más altos se oyen cruzar las campanadas en cruz, con ese sonido ya aparte
del metal, callado por alrededor, cayendo a tumbos sobre las lilas que rodean el convento, mientras
el sacerdote levanta la mula y el buey con sus fuertes brazos: ¿es, acaso, libre? ¿podemos afirmar
que el sacerdote es feliz? La pregunta es absurda, carece de sentido: ¿qué más quiere, qué más
quiere? Allá en el fondo está la muerte si no corre y llega antes y comprende que ya no importa.
Para eso está sveglia, que quiere decir despierta: despierta para ver la realidad que debe ser vista.
Es como en el interior de las personas: uno se despierta de dentro hacia afuera. Pues bien,
he aquí lo difícil: andar por las calles y señalar el cielo o la tierra.
Allá arriba, desde los más altos balconcillos, si te asomas sin prudencia hacia la izquierda, verás
los grandes rosales del día y, tal vez, la gaviota color de sangre sobre el mar que no existe. Dos
miradas para detener el paisaje, siete miradas para prolongar la vida de la novia. Si te asomas
sin prudencia hacia la derecha, mejor a la hora azul del amanecer o del atardecer, posiblemente
verás al dragón de deliciosa piel verde y cola sexy que sufre, sufre sin motivo las consecuencias
de una injusta publicidad negativa: dos patas menos y sangre muy escasa -un asunto poco serio,
en suma-. Pero ¡atento! : según la princesa, al fiero dragón se le ve ¡todo el equipo! de una sola
ojeada. Tía chofi, que murió estúpidamente -en el sentido cariñoso de la palabra-, se había
percatado, al parecer, de la clara ventaja del dragón sobre cualquier príncipe azul en cuanto a la
idoneidad del equipo se refiere. Ahora descansa en la colina de spoon river, bajo la yerba que le
hace de cortina para mirar el mundo. Malone, el viejo cascarrabias, alardea de que pronto, a pesar
de todo, estará completamente muerto; muerto para enterrar. Bueno, bueno, veremos. “¿Dónde está mi sepultura?”, pregunta. “En mi cola”, dice el sol; “en mi garganta”, dice la luna: pero el viejo malone sigue recordando su vida y, en cierto modo, sigue haciendo planes para desplazarse.
Un clima de oro madura apenas las amplias longitudes del paisaje, llenándolo de frutas extendidas
y oculto fuego. Si miras, desde los balconcillos, al horizonte de menta y sombra, puede que veas a
seamus con sus compinches, atravesando los campos de heno y los bancales de patatas para recoger
las moras maduras, de carne dulce como vino espeso, como sangre del verano. Cruzan los campos de yerba húmeda apresuradamente, aplastando los alhelíes de ost maloney: pobre ost, pobre ost, que decidió beberse el mar todo y se convirtió en cosa con mucho mal olor que ojalá metan en la tierra algún día, con toda la parentela de la muerte.
Asómate a estos balconcillos para ver un hermoso lugar: un hermosísimo lugar si no te importa que la felicidad a veces sea dolorosa; si no te importa un toque del infierno cada tanto; si no te importan algunas muertes. Sin duda es el mejor lugar de todos por un montón de motivos: cantar canciones melancólicas; tener iluminaciones; deambular sin rumbo oliendo las flores, besando a las personas, yendo a nadar al río o tal vez de picnic en verano.
El sacerdote afirma que dios estaba incluso en hum hum, pero ¿se lo diría también a nuestra lo, a dolores, lola, dolly, se lo repetiría a nuestra lolita mirándola a los ojos? Vean esta corona de espinas, dijo el canalla de hum hum a los señores del jurado, hablando en defensa propia. Vamos, vamos: los labios de nuestra lolita tienen unas alas del tamaño de la nieve, ¿dónde está esa corona de espinas, hipócrita? Ay, lo, la espesa tierra no comprende tu nombre, hecho de impenetrables sustancias divinas, como tampoco entiende el nombre de la apacible giganta de espléndidas rodillas y acogedores senos.
Con la gran visita de energía llegó empresa, la muchacha morena a quien jim (morrison) conoció en el embarcadero. Desde cualquier balconcillo y sin asomarte demasiado, puedes ver a maría luisa, que se pasa el día volando de un sitio a otro: haciendo recados, anidando en las nubes o tirándose peligrosamente en picado y en tirabuzón. Tal vez ella podría decirte qué vio la paloma antes de caer, antes de derrumbarse en un montón de plumas polvorientas sobre el tejado rojo; tal vez ella podría decirte qué vio, antes de suicidarse, el árbol gigante de los bosques de pennsylvania. “Marie, marie, agárrame fuerte”, le dice su marido a maría luisa cuando hacen el amor volando, pero es un agárrame de pasión y no de miedo a caerse desde las alturas del vuelo.
Si subes a estos balconcillos podrás ver, naturalmente, cómo arde el mar. El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo; el que pisa raya no encuentra su lugar. Pero en el fondo de todo hay un jardín, una carretilla roja mojada por el agua de la lluvia; aire, luz, tiempo y espacio.
Como todos, como casi todos, como el dependiente de la tabaquería, dejarás el recuerdo de una sonrisa tonta por encima de una chaqueta de mezclilla, sucia, con los hombros desiguales. Ay, la hipnosis del patrón vasques: las manos peludas y lentas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados; la sonrisa ancha y humana.
Conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud. Y el conocimiento que hemos perdido en información. No soportaremos tanta pérdida: y además las muñecas, todas las muñecas, algunas sin brazos, en la basura, solas, sin nadie que las vigile en la noche de parís.
¿Soportaremos un dolor tan espeso que tal vez ni el entrenado arquero podría traspasarlo con sus flechas? Nos dicen, por otra parte, que lloverá, fijo que lloverá. Y que algunas veces sucede que estas cosas importan y luego dejan de importar; a veces sucede que nos quieren y luego ya no nos quieren porque el amor ya pasó; a veces sucede que no hay un lugar adónde ir y después hay un lugar adónde ir y luego, encima, nos pasamos de largo. Así que no tenemos nada y una fuente se vacía sola en la yerba.
Y nos dicen, también: como quien no quiere la cosa, ninguna cosa. Mira con inocencia como si no
pasara nada porque realmente no pasa nada: la muerte no tendrá poderío; aunque los amantes se pierdan, quedará el amor.
Asómate a estos balconcillos para ver cómo transplantan el girasol loco de luz y cómo las moscas azules con alas de cobre se van secando al sol como pequeños zapatos negros.
Si quieres prueba a remar en el aire, cierras luego las cortinas del cráneo-mundo y repites
el número XXI -por egipcio- con los pies alzados hacia las estrellas: tal vez así puedas escribir
o plantearte la difícil cuestión del objeto inanimado: ¿permanece indiferente si es percibido o no?
En cualquier caso, siempre estará la noche implacable, con su fanfarria; la noche que fuma y muge,
con su playa en todas partes. Y blancanieves, naturalmente, despidiéndose de los siete enanos.
Y las gaviotas, que todas las tardes se reúnen delante de la estación del tren y allí repasan sus amores; las gaviotas, siempre sobrevolando las descomunales escombreras.
Desde los balconcillos que miran al sur tal vez puedas ver a Stanton -¡hijo mío!- que, con sus arpas judías, va camino del bosque para aprender, de los lirios que no duermen y de las aguas que no copian, esas palabras celestiales que su pueblo olvida una y otra vez: Stanton, ay, su ignorancia es un monte de leones, pero tampoco él oculta la desesperada distancia que le separa de la gente, como cab cunningham, que tenía cincuenta años y un ciruelo cuando descubrió el mal. Ay, Stanton, idiota y bello entre los pequeños animalitos, con un hermano comido por los hormigueros, con sus crenchas caídas, con sus ojos de santo, todo, todo desnudo como un caballo o un ángel.
¿Resistirás los ocasos de verde veneno y los arcos rotos donde sufre el tiempo? Mmmm ¿Podrás ver el duelo de la noche herida luchando enroscada con el mediodía? Dicen que junto a la dulzura están los imanes de la muerte.
¿En quién podemos, entonces, confiar? ¿quién nos prestará ayuda?
Ludwig van, dime qué ven, qué sombras vienen o van, ludwig van, qué vientos vanos vuelven, van beethoven, ven, vuelve, vuélvete o ven, ludwig van, dime qué ven.
por Narciso de Alfonso
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