Historia ligera, de esas que casi siempre funcionan, de dos personas que apenas tienen nada que ver y que por circunstancias de la vida tienen que compartir piso. Tema que desde finales de los setenta cuando Gene Sacks dirigió “La extraña pareja” con los extraordinarios Jack Lemmon y Walter Mathau se viene repitiendo con casi los mismos clichés, con variaciones posteriores como que no sean dos desconocidos y sí un matrimonio mal avenido que llevó al paroxismo Danny De Vito a finales de los ochenta con la genial “La guerra de los Rose”.
Pero los títulos antes descritos eran estadounidenses, y esta que nos ocupa francesa, con las tremendas diferencias que eso conlleva. De entrada el protagonista es un misántropo incurable, que por arte del director acaba resultando simpático y sufriendo una evolución para convertirse en un ser adorable, aún con su mal carácter, pues el argumento de la cinta es sencillo pero eficaz: Una joven que vive en un pueblo en Orleans quiere dejar la seguridad del puesto de verduras que posee su padre porque tiene otras ambiciones en la vida, a pesar de haber fracasado en todo lo que ha intentado. Su sueño es intentar entrar en la universidad en París, por lo que con poco dinero y muchas ganas consigue una habitación en la casa del huraño señor Henry, un viudo al que su hijo ha decidido alquilar el cuarto para que su padre jubilado no viva solo. Por un problema económico el anciano le propone a la estudiante un horrible trato: A cambio de renta gratis deberá seducir a su hijo, ya que no soporta a la esposa de éste. A raíz del incidente se genera una comedia dramática, con situaciones divertidas pero que demuestran el patetismo de casi todos los personajes. De hecho, vemos como salvo el viejo que solo quiere que le dejen en paz, el resto se arrastra y humilla por dinero, algo así como sucedía en “La cena de los idiotas” o con la última de Patrice Leconte titulada “No molestar” donde a otro ser insociable no le dejaban escuchar un raro disco de jazz que había comprado esa mañana siendo molestado por su mujer, su amante, unos obreros polacos y su repulsivo hijo, un niño bien que jugaba a la revolución acogiendo a unos inmigrantes en la casa y con el dinero de los padres. Seres moralmente despreciables que por obra y gracia de sus responsables acaban cayendo simpáticos. Tema que llevó a cotas más elevadas el mismo director en la excelente “La maté porque era mía”, cuyo título original era “Tango” (a eso me referiré más tarde).
Sin llegar a esos extremos de odio a la humanidad, pues el arisco Henry acaba convirtiéndose en un abuelo para la chica, aconsejando y buscando lo mejor para ella, el director Ivan Calbérac se basa en el duelo interpretativo y en unos diálogos ágiles que saca de su propia obra de teatro. El cuarteto protagonista funciona encabezados por la imposible pareja formada por el veterano Claude Brasseur y la nóvel Noémie Schmidt, acompañados por los eficaces Gullaume De Tonquédec y Frédérique Bel. No es un largometraje que vaya a trascender pero se ve con agrado y su poco más de hora y media pasa enseguida por lo que merece el aprobado, así que es una buena propuesta para evadirnos de nuestros problemas cotidianos y pasar una divertida tarde en el cine. Eso sí, me gusta más el título original de “La estudiante y el señor Henry” que el que han decidido los distribuidores. Y es una cosa de “locos” lo que sucede con las películas francesas, pues antes comentaba lo de “Tango” cambiado a “La maté porque era mía”. Todavía recuerdo algunos cambios más sorprendentes como aquel de “Abuela Danielle” a “¿Qué hacemos con la abuela?” o el insuperable de “Romuald et Juliette”, un filme de Coline Serreau, tras el éxito de “Tres solteros y un biberón”, que giraba a una imposible historia de amor entre un culto blanco y una limpiadora negra con un hijo, por lo que lo de Romeo y Julieta era un perfecto paralelismo con su relación afectiva. Nuestros queridos distribuidores decidieron que ellos lo iban a mejorar y la titularon en España “Mamá, hay un hombre blanco en tu cama”, más propio de cine erótico o pornográfico. Insuperable.
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