No deja de ser paradójico que el destino de nuestro planeta dependa en buena parte de personas tan poco recomendables como Charlie Wilson. Un político estadounidense bebedor, mujeriego empedernido y consumidor de cocaína puede ser decisivo para inclinar la balanza de una guerra que se disputa a miles de kilómetros de distancia. Así es este mundo globalizado. Viendo el film que nos ocupa a uno le entra la duda de qué es más peligroso: los burócratas que no se mueven un milímetro de su estricto deber o las personas ociosas con fuertes convicciones y mucho dinero para llevarlas a cabo. En medio de todo ello tenemos un pueblo, el de Afganistán, que a pricipios de los años 80 sufre la invasión soviética y cuya única esperanza reside en políticos como Charlie Wilson.
El excelente guión de Aaron Sorkin destila cinismo, ironía y mala leche a partes iguales. Es un guión excelente que bajo la dirección de Mike Nichols da como resultado esta estupenda película sobre las miserias de la política. El veterano director Mike Nichols (El graduado, Quien teme a Virgina Woolf) ya realizó una ácida mirada al mundo de la política norteamericana con la estimable Primary colors, en que ya evidenciaba que una mala persona puede ser un buen presidente. El personaje de Travolta estaba claramente inspirado en Bill Clinton y sus múltiples aventuras extramatrimoniales. Nichols volvió al ataque con este no menos ácido guión de Aaron Sorkin sobre uno de los últimos episodios de la guerra fría. La guerra fría se denominó así debido a que las dos grandes súper potencias nunca llegaron a entrar en conflicto directamente. Las guerras se libraban en terceros países (Corea, Vietnam, Afganistán) en los que no había confrontación abierta en el campo de batalla entre las dos súper potencias, pero sí era una guerra propagandística. Sin embargo, la invasión soviética de Afganistán no produjo demasiado fervor bélico en el bando contrario, quizás escarmentado por su reciente retirada en Vietnam y las miles de vidas y miles de millones de dólares desperdiciados.
Según cuenta el film, todo empieza para el senador Charlie Wilson en las Vegas, rodeado de prostitutas y aspirantes a actriz amantes de influyentes y acaudalados personalidades. Es en tan adecuado lugar cuando Wilson se entera de los miles de refugiados que la guerra en Afganistán está provocando. Algo que no parece preocupar ni lo más mínimo al gobierno norteamericano. El pendenciero Wilson decide tomar partido. Por cierto, es muy agradable ver a Tom Hanks, alejarse aunque sea por una vez, de su eterno personaje de buen tipo americano y padre ejemplar. Aquí rompe su estereotipo y se lo agradeceremos eternamente.
Entramos en el terreno de los favores debidos y el tráfico de influencias. Aunque sea por un buen motivo, Wilson comienza a mover sus hilos para aumentar el presupuesto destinado por el congreso de USA a la lucha contra los soviéticos en Afganistán. Para ello, Wilson se alía con la multimillonaria y ultra conservadora Joanne Herring (Julia Roberts). Herring era (y sigue siendo a día de hoy) una dama de la alta sociedad que usaba su dinero y su influencia para acabar con el comunismo en el mundo. Si hay que llevar a los campos de refugiados a las altas instituciones del Estado para que vean de primera mano los horrores de la guerra, pues se les lleva. Es en la visita a los campos de refugiados cuando el film cambia el tono ligero mantenido hasta entonces para mostrarnos las consecuencias de la guerra en los cuerpos mutilados de los niños afganos. Al igual que los personajes, el espectador se ve sobrepasado por la crudeza de las imágenes. Pero es un breve lapsus, pronto el film vuelve a ambiente mucho más placenteros para el espectador. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Gracias a sus tejemanejes, el presupuesto acabó pasando de 5 millones de dólares anuales (algo totalmente insuficiente) a los 1.000 millones. Pero aquello no era únicamente una cuestión de dinero. Había que hacer llegar las armas a la resistencia afgana, básicamente fundamentalistas islamistas (los llamados muyahidines que posteriormente pasarían a formar parte de los talibanes) y de una manera que no levantara sospechas de su procedencia. Es ahí cuando el díscolo Gust Avrakotos, jefe regional de la CIA en Pakistán (un Philip Sheymour Hoffman excepcional) entra en acción. A pesar de sus métodos poco ortodoxos, Gust Avrakotos es el personaje que mejor conoce el terreno y el que más anclados tiene los pies sobre la tierra. La escena en la oficina de Wilson en la que se conocen éste y Gust me parece de una gran comicidad, casi propia de Laurel y Hardy. Wilson se las arregla para conseguir armas soviéticas confiscadas por Israel a sus vecinos árabes y hacerlas llegar a los rebeldes de Afganistán, para lo que involucra a Egipto, Arabia Saudí y Pakistán. Toda una coalición de países que evidencia las buenas dotes de persuasión y de diálogo del senador Wilson.
Una vez conseguida la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán, viene lo más terrible del film. Una vez expulsados los comunistas, no hay un verdadero interés por el pueblo afgano. En una fiesta, Gust le entrega a Wilson un alarmante informe que avisa de la radicalización islamista de una población muy joven y fácilmente influenciable. Con la mitad de la población menor de 14 años, la educación se hace fundamental para construir un futuro. Pero es una fiesta y a nadie le importa ya, el enemigo comunista ha sido derrotado y humillado. Después de gastarse miles de millones de dólares en armamento, es denegado un único millón para reconstruir escuelas. Está claro que el destino del pueblo de Afganistán nunca ha sido prioritario. Todo se reducía a una cuestión de orgullo.
Lamentablemente, luego se supo que buena parte de los muyahidines armados por la CIA y Wilson acabaron formando parte de Al-Qaeda que fue quien atentó contra las torres gemelas y el capitolio en el 11-S. Pero esa es otra historia. ¿O no?
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