Como todo el mundo sabe, y más cuando ha sido noticia hace escasos días, el grupo de Punk ruso Pussy Riot, ha retomado su actividad contestataria criticando de forma inmisericorde la represión policial en la Federación Rusa y, sobre todo, el mensaje beligerante que han mantenido contra la política endogámica y coercitiva de Putin. Cuando esas tres chicas entraron el 21 de febrero de 2012 en la iglesia de San Cristo Salvador, ni ellas imaginaban el eco que sus soflamas incendiarias iban a tener no sólo en su país, sino también a lo largo y ancho del globo. La editorial Malpaso, a través de ciento cincuenta y nueve páginas, en Desorden Público: una plegaria Punk por la libertad, da pábulo no sólo el infame proceso político al que fueron sometidas Maria Aliójina, Nadezhda Tolokónnikova y Yekaterina Samutsévich, sino que desnuda, una vez más, las vergüenzas de una nación que poco o nada ha aprendido del totalitarismo imperante en su política desde el nacimiento de la U.R.R.S.
Las integrantes de ese ácido y sagaz colectivo feminista fueron condenadas, en su momento, a penas privativas de libertad por tiempo superior a tres años por acceder de forma ilégitima al altar de la citada iglesia de San Cristo Salvador y realizar ahí una plegaria, un rezo, una llamada de auxilio a la Virgen María para que no permitiera la victoria del ex-líder del KGB. Lo que, tal y como se explica en el libro, debería haber sido, en cualquier caso, un proceso que debería haberse sido llevado por cauces administrativos, fue, sin embargo, otro desmán de las autoridades del país en su afán de impermeablizar al país en lo tocante a la libertad de expresión y silenciar a la sociedad civil. A lo largo de estas páginas, tanto las tres implicadas, así como sus abogados, relatan las humillaciones sufridas no sólo en las cárceles, donde los funcionarios maltratan y violan sistemáticamente a las reclusas, sino cómo el Estado, no contento con silenciar a la población y arremeter contra cualquier conato de igualdad, interviene hasta en algo tan delicado como el sentimiento religioso y permite que sus tribunales vulneren los cauces elementales de un juicio penal: desde que uno lee la primera página, se vislumbra la amargura de los letrados, quienes veían, durante todo el proceso, cómo no podían acceder a los ordenadores portátiles y recabar las pruebas necesarias para defender a sus clientas y cómo desde el primer momento, la autoridad judicial, así como la fiscalía -garante siempre de que se respeten los derechos fundamentales en el transcurso de la causa-, obstaculizaron cualquier iniciativa de los abogados a la hora de realizar la labor encomendada.
Sin embargo, si uno deja cuestiones penales y procesales al margen, lo que más le ha llamado al cronista del libro es el enorme don de estas tres señoritas para la palabra. En cada uno de los escritos presentados a la acusación, así como al patriarca Cirilo, jefe de la Iglesia Ortodoxa y máxima ‘agraviada’ por la irrupción de las tres activistas, se observa no sólo una defensa enconada de los derechos humanos o la organización de la sociedad civil antes referida, no, sino una capacidad innata para manejar, a través del lenguaje, un discurso feroz sin la necesidad de tener que caer en el insulto y la provocación que sus victimarios hicieron con ellas. Cada misiva no es más que el dolor de unas patriotas que ven cómo su país se hunde en la ciénaga del autoritarismo y usa el miedo de la población para dominar a ésta como en su momento hicieron los totalitarismos. En cada una de las cartas, se ve cómo Rusia, siempre centrada en el auge de su industria pesada y ese resentimiento histórico provocado tras la desintegración de la URRS, focaliza toda su iniciativa política en medidas de carácter militar, atentando contra la Carta de Naciones Unidas que ellos mismos firmaron en 1945, -como es el caso del conflicto con Ucrania-, y poco interés muestra en cimentar una libertad de prensa, culto, asociación, información consustancial a todo sistema democrático.
Tres mujeres de veinticuatro y treinta años respectivamente que no sólo claman contra el liberticidio en su país, la asfixia producida por un sistema religioso fanático -preocupado siempre por estar de lado del poder en vez del oprimido-, y la confabulación de todo un sistema para silenciar la voz de la razón y el dolor, sino que, a su vez, demuestran a lo largo de estas páginas, que el espíritu de Flora Tristán, Clara Campoamor o Victoria Kent brilla aún con luz propia, pero no para sublimarse por encima del hombre, sino para reclamar lo que siglos de opresión les han prohibido: opinión y organización propia. Pussy Riot no sólo lleva a cabo actividades en el ámbito de la música; también es un colectivo que busca instrospección y la búsqueda de la conciencia y libertad de opinión del individuo como elemento inherente al progreso; Pussy Riot no son una agrupación de chicas cabreadas con ganas de derribar el sistema y los convencionalismos, no: su interés es el de renovar desde abajo y coger el testigo que en su momento hizo el movimiento Punk en los setenta en las macilentas ciudades industriales del Reino Unido o las cosmopolitas capitales de las costa este y oeste de Norteamérica. La suya es, por supuesto, dar voz y legitimidad a esas mujeres que, mediante la subversión cultural, tal y como hicieron las aclamadas Riot Grrrl en los noventa, buscaban dar respuesta a los males endémicos de los estados mediante un frente común donde la cultura, libertad de pensimiento y capacidad de acción se diesen de la mano para converger en un avance que, desgraciadamente, pese a los progresos hechos, aún se muestra timorato.
El libro no sólo viene firmado por profesoras de Literatura o Filosofía de las universidades americanas más prestigiosas de Norteamérica, sino también el férreo apoyo de otros músicos o el de Bianca Jagger, ex-mujer del vocalista de los Stones y reconocida activista de los derechos humanos, lo que demuestra que esa sociedad civil a la que hemos hecho referencia en párrafos anteriores, al menos sí es capaz de cohesionarse a nivel internacional, interveniendo en terrenos que deberían ser competencia del poder ejecutivo y judicial y que, en aras de esa horripilante frase que es la ‘razón de Estado’, permite que cualquier desmán sea confirmado por el silencio y la vergüenza de quienes son encargados de proteger las libertades individuales y colectivas. En un mundo cada vez más inestable, y con un mapa político que se ajusta cada vez más a la formación de bloques en la Guerra Fría, sería conveniente que el mundo echase una vista atrás y viese cómo situaciones así sólo han derivado en regímenes autocráticos y en odios o nacionalismos mal entendidos. La justicia no entiende de fronteras; la historia, tampoco; ésa es la idea del libro y brillantemente la editorial Malpaso nos lo hace saber en un libro que, por momentos, toma el cariz de El Proceso de Kafka y la angustia del individuo en el caso de El Extranjero de Albert Camus. Bravo por ellos.
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