Hay noches que no se explican, se viven. Y luego están las que se sobreviven. Lo de anoche en La lata de bombillas fue más bien lo segundo. The Schizophonics no dieron un concierto, dieron una terapia de electroshock, una puta misa negra de garage punk, una celebración sudorosa donde cada acorde era una descarga directa al sistema nervioso. En una industria musical domesticada por algoritmos y conciertos con coreografías pregrabadas, esta banda de San Diego es un recordatorio brutal de por qué nos enamoramos del rock: porque nos sacude y, si hace falta, nos revienta los tímpanos para volver a hacernos sentir vivos. Que no es poco.

Desde que pisaron el escenario, aquello fue un bombardeo sin tregua. Nada de discursos, ni chorradas: Pat Beers salió como si lo acabaran de resucitar con 40.000 voltios, pegando brincos, dando volteretas, retorciéndose, echando fuego por las cinco (!!!) cuerdas de su guitarra y con una cara de loco feliz que daba miedo. El tío no toca la guitarra, la usa para exorcizar demonios. Pat no para quieto ni medio segundo: en el suelo, en el aire, girando como una peonza poseída. Si Jimi Hendrix y James Brown hubieran tenido un hijo punk adicto a las anfetas, sería este tío. Menudo showman, de lo mejor que puedes ver en una sala y de lo más complicado para hacerle fotografías aunque también de lo más agradecido. Pat lo da todo, no se queda nada dentro. Suda como un pollo pero no baja el ritmo en la hora y cuarto que duró su adrenalítico akelarre y eso que venían de un viaje por carretera de 10 horas desde Estepona. Dice que está mayor para estos trotes a sus 41 años, no te lo creas, Mick Jagger sigue al pie del cañón con el doble de edad. No sé si el loco de Pat podrá mantener este ritmo mucho tiempo, pero disfrutemos mientras podamos de este torbellino imparable.

A su lado, Lety Beers y bajista Sara Linton estuvieron más que correctas a la sección rítmica. No necesitan artificios ni pirotecnias. Saben que la estrella es Pat y ellas cumplen su tarea a la perfección. Debo destacar el buen rollo reinante en todo el show y la conexión con el público, a lo que contribuyó el uso del castellano de Lety.

The Schizophonics nos recordaron que el rock no es perfección, ni técnica, ni lucecitas LED. El rock de verdad es tripa, sudor, ruido y una sensación acojonante de que algo importante está pasando justo ahí, delante de tus narices. Ayer acabé mojado, exhausto y con la puta fe en el rock restaurada. Larga vida a The Schizophonics.






















0 comentarios