No tengo nada que hacer hasta la noche, y no sé qué hacer. Pero por primera vez me he detenido a observar este sinquehacer para comprenderlo. Para ocuparlo y mirarlo desde dentro.
Quizá no hacer nada es imposible. Pruebo a estarme quieto y no respirar, quizá así me acerque bastante a la quietud del ser. Solo noto el oído, que se agudiza; sobre todo si cierro los ojos. Escucho el piar lejano de los pájaros tras la ventana, el suave sonido del ventilador del ordenador.
Un mensaje del móvil me pone a prueba. ¿Será urgente? Dejo pasar unos segundos y al final lo miro. No lo era. Es difícil no hacer nada. Lo más parecido que he hecho en mi vida a no hacer nada es tomar el sol sin oír música, sin dormirme. Pero eso es hacer algo.
¿Realmente sabemos no hacer nada? Eso sería saber hacer algo. Hace mucho que no pienso, no lo necesito ya. Mi mente es una herramienta de acción que vuelve a recorrer caminos reflexionados con anterioridad. Mientras tanto está quieta, como un estanque sereno, como un lago cristalino. Ni siquiera cruza un pensamiento. Nada. Vacío. Solo hay vacío hasta que algún estímulo externo la pone en marcha. Y, aun así, solo observo, silencioso observo. Comparo sin analizar. Estadísticamente; hacia la hondura de la honestidad. Sea el leopardo entre dos robles, dijo el poeta. Seguramente es cierto; que en esta situación la deducción se abre paso como un rayo, eléctricamente, en busca de la verdad.
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