El cine de espías ambientado en la Guerra Fría es un género que parece de otro tiempo. Filmes rodados con ritmo diferente al actual, con planos más largos evitando esos montajes donde cada secuencia dura cada vez menos y se abusa de la edición » a lo videoclip». El último gran título que hemos podido ver en esta temática es «El puente de los espías», dirigida hace unos años por uno de los últimos clásicos como es Steven Spielberg.
Y «El espía inglés» guarda paralelismos con las cintas más canónicas de este género. Y como en todo largometraje que se precie de las intrigas entre occidente y el comunismo estamos ante una cinta que parece filmada hace años, comenzando por su parte técnica con la fotografía sombría y triste de Sean Bobbitt que refleja el carácter triste de una Unión Soviética dominada por el temor y el gris de edificios y personas. Frente a ello, tampoco tenemos luminosidad en una Inglaterra en unión a los Estados Unidos donde el pánico de los misiles y el «invierno nuclear» anegaba todo estamento político y relaciones diplomáticas.
En esa década de los sesenta antes de la crisis de los misiles en Cuba se traslada la acción, con un alto militar soviético que quiere traicionar a su patria, por miedo a la deriva ideológica de Krushev. Para seguir sacando información sin que los rusos sospechen, los aliados envían a un empresario sin vinculación gubernamental para que finja abrir nuevas vías de negocio mientras sigue la entrega de material clasificado. Una historia ya vista pero que suele funcionar. Más cuando se nos avisa en el inicio que es una historia real y explicándonos antes de los títulos de crédito finales el destino de cada personaje.
Un guion el de Tom O’ Connor que no ofrece ninguna sorpresa destacable pero funciona y cumple con los requisitos de las películas de espías. No tiene la grandeza de las buenas adaptaciones que se han hecho de las novelas de John Le Carré pero mantiene la tensión y el clasicismo de esas novelas y largometrajes. Como ejemplo, y ya es extraño en la actualidad, no aparece ningún personaje perteneciente a alguna minoría tanto étnica como por condición sexual. Todos el reparto es o bien blancos británicos, estadounidenses o rusos. Una apuesta por el verismo en su trama que no se veía desde la estimable «Greyhound».
Tras la cámara se encuentra Dominic Cooke, un realizador británico que con la anterior «Chesil beach», basada en la novela de Ian Mc Ewan, fracasó en taquillay que a pesar de sus méritos quedaba lejos del resultado del formidable libro. Cooke tampoco arriesga con la puesta en escena, manteniendo el tono general que se espera en este tipo de producciones, apoyándose en los diálogos y en la tensión que crean estas disputas entre bloques antagónicos.
Su punto más crucial se encuentra en la soberbia interpretación de Benedict Cumberbatch, espectacular como el inexperto hombre de negocios metido a espía e impresionante en su tramo final que merced al corte de pelo y al rostro afilado y adelgazado recuerda al mejor Daniel Day Lewis. Le secundan un reparto donde destacan el co protagonista Merab Ninidze y las dos féminas Rachel Brosnahan y Emma Penzina. Todos consiguen una muestra de como crear un filme que sin ser novedoso o sobresaliente mantiene la esencia de los clásicos. Cosa que podemos ver hasta en la selección musical con ballets como «Cenicienta» o «El lago de los cisnes» y la banda sonora de Abel Korzeniowski.
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