A finales de los años ochenta, la animación tradicional sufrió una transformación decisiva con el estreno en cine de «¿Quien engañó a Roger Rabbit?» y «Los Simpson» en televisión, donde los dibujos animados dejaban de ser territorio infantil, incluso mezclando «dibus» y actores de prestigio en la cinta de Robert Zemeckis. A partir de ahí llegaron copias que cada vez se convertían en más irreverentes y con un humor más zafio y grosero, en algunas ocasiones, como en «South Park», «Padre de familia», «Futurama», «Padre, made in USA», «Ted» o «La fiesta de las salchichas», que dejaban de ser comedias para toda la familia para invadir el cine destinado para adultos, donde el humor negro, el sexo, la envidia y palabras malsonantes eran el «leitmotiv» de sus supuestos chistes y bromas. Todo alejado del endulcoramiento de Disney y que pretendía ser transgresor, aunque nunca haya llegado al nivel de la primigenia serie de Matt Groening.
En «¿Quién está matando a los moñecos?» hay un poco de todo esto, pues la propuesta es una unión de la estupenda película de Robert Zemeckis y los planteamientos radicales de Seth Mc Farlane o de Parker y Stone. Una historia ambientada en el mundo policíaco de Los Ángeles, donde un detective moñeco y una agente de policía deberán descubrir una serie de asesinatos a las adorables criaturas de felpa. Porque los moñecos no son otra cosa que una derivación de los «muppets» (o «teleñecos» en España) que se unen en esta aventura a personajes de «carne y hueso». Como sucedía en «Roger Rabbit», ambos han sido compañeros en el pasado pero un hecho brutal les ha laminado su antigua amistad, como ocurría con el personaje de Bob Hopkins, quien pasaba de ser un defensor de los «dibus» a su enemigo tras la muerte de su hermano, a manos de un ser animado de ojos psicópatas. Una estructura narrativa con puntos de conexión evidentes pero que une un lenguaje lleno de insultos, de burdas gracietas (algunas demasiado infantiles y repetidas) y de golpes que la risa proviene de pasar escenas a muñecos que en humanos serían bestiales, como en los crímenes (cabezas reventadas, desmembramientos a manos de perros salvajes o cuerpos desfigurados en la playa) o las secuencias sexuales (una orgía entre un pulpo y una vaca y una eyaculación extraordinaria en el despacho del investigador privado). El problema es que la supuesta comedia se pierde pronto y el homenaje al cine negro de los cuarenta no termina de ser divertido, ya que faltan referentes de otros largometrajes de esos años, salvo la obvia de que el protagonista se llame Phil como el inolvidable Marlowe creado por Raymond Chandler en títulos tan importantes como «El sueño eterno», «Adiós, muñeca» o «El largo adiós».
El responsable de esta fallida historia es Brian Henson, hijo de Jim, creador de «Los Teleñecos» y cuyos mejores trabajos habían sido junto con la Rana Gustavo o la cerdita Peggy en obras como «Los Teleñecos en cuento de navidad» o «Los Teleñecos en la isla del tesoro». Hay que reconocer que su realización es lo mejor de la hora y media de metraje, ya que une muñecos y humanos de forma admirable, como se puede ver en los títulos de crédito finales. Pero su puesta en escena queda lastrada por el guion de Todd Berger y Dee Robertson que a falta de imaginación se dedica a tópicos y situaciones con un sentido del humor demasiado primario, muestra del «infantilismo» y el complejo de Peter Pan de la sociedad actual. A ello se suma el protagonismo de Melissa Mc Carthy, cuya deriva actual pasa por «comedietas» que bordean el sonrojo y la vergüenza ajena, con una verborrea chabacana y un uso indisimulado de su cuerpo, alejado de los canones actuales de belleza.
Una lástima que el cine actual haya perdido mucha de la esencia que lo ha convertido en séptimo arte, dejándose influenciar por la inmediatez de la pequeña pantalla, donde mandan las audiencias y el rellenar metraje para conseguir concluir los capítulos, a costa de lo que sea, aunque eso sea la sutil ironía o la sátira en beneficio de la «brocha gorda» y lo escatológico.
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