La envidia, el más mezquino de los vicios, se arrastra por el suelo como una serpiente.
Ovidio
Me gusta estar al día de las novedades musicales. Los éxitos de ventas que imperan en las radiofórmulas españolas no me agradan (Inna, Enrique Iglesias, John Legend, David Bisbal, Calvin Harris, Pitbull, etc) en lo más mínimo, por consiguiente, suelo leer revistas “independientes” para hacerme una idea de lo que se cuece en la calle. No soy de la filosofía de que cualquier tiempo pasado fue grandioso: pienso que en la actualidad existen mejores grupos que en los noventa. El problema es que en nuestro querido país solo se promociona a “figuras mediáticas” que aparecen en concursos televisivos como La Voz.
Gracias a Internet, existe una amplitud de oferta y demanda que llega a resultar aplastante. Todos los años surgen cientos (por no decir miles) de grupos que aparecen y desaparecen sin dejar rastro. Productos (la gran mayoría) destinados a un público específico, fabricados en un laboratorio, que editan un single de éxito y pasan al olvido absoluto pocos meses más tarde. Hacer caja, vender sencillos, discos y entradas de conciertos es lo único que importa. La industria actúa de forma despiadada desde los primeros días de la Creación: el talento o la calidad de la música es irrelevante. El problema no es alcanzar la cima, el problema es mantenerte.
Entre los críticos musicales existe la necesidad patológica de abrazar lo nuevo en todas sus variantes, tamaños, colores y fórmulas. Les encanta ser los más modernos de los modernos, agitar la varita y sacar el conejo de la chistera, demostrar que tienen mejor ojo que el resto de sus colegas de profesión. En cuanto aparece de la nada un artista avalado por la crítica, desconfío profundamente de los mismos que ponen el álbum de rigor por las nubes. ¿Por qué? La respuesta es muy simple: dentro de dos años alegarán que el segundo disco no molaba tanto como el primero y que evolucionar musicalmente ha sido un error. Respecto al tercer, cuarto, quinto o sexto álbum (si llegan tan lejos) siempre sufrirán la misma odiosa comparación con el pasado. Si buscas nuevos horizontes, varías la paleta musical o el estilo de un grupo, te condenan por mediocridad. En cambio, si te mantienes fiel a tu sonido para contentar a los fans, te condenan por repetirte más que un disco de los Ramones.
No envidio a los músicos profesionales. Tienen que lidiar con mucha basura, un mercado implacable y encontrar una nueva legión de seguidores cada vez que editan un elepé. La crítica es caprichosa, estúpida y diletante. Les encanta descubrir a un artista, convertirlo en un ídolo y, cuando se encuentra en la cima, aniquilarlo a conciencia. Si una banda triunfa nada más empezar, la acusan de perder fuelle en cada lanzamiento (The Strokes, Glasvegas). En cambio, si les cuesta tres o cuatro discos triunfar, olvidarán sus primeras obras y solo tendrán en cuenta su trabajo reciente (The National, My Morning Jacket). Mientras eres joven, tu obra es interesante. Desde que pasas de los cincuenta, eres un dinosaurio que actúa por la pasta y tu trabajo inmediato palidece en comparación con las viejas glorias. Curiosamente, a los escritores les pasa todo lo contrario. Por norma, nadie te toma en serio hasta que has alcanzado una edad madura… o estás criando malvas.
Existen dos tipos de grupos: los que continúan fieles a su estilo o se adaptan a las necesidades del mercado para sobrevivir. Hay para todos los gustos: Green Day, Offspring y los Red Hot Chili Peppers, con el paso de los años, se han vuelto asquerosamente comerciales. Björk, Bloc Party, The Cure y Radiohead cada vez editan discos menos inspirados. U2, Suede, Jane’s Addiction, Alice Cooper, Morrissey, Peter Murphy y Nick Cave continúan en plena forma. The Cranberries, Soundgarden y los Smashing Pumpkins han regresado con obras desiguales que no están a la altura de sus primeros trabajos.
Los críticos musicales, generalmente, me resultan insoportables. Como el lector avezado habrá descubierto, no trago el divismo habitual propio de cualquier disciplina artística. Desde hace una década —poco, más o menos— el mercado está infectado de culturetas que se creen la polla en verso porque escriben sus opiniones de forma regular en una web de alcance nacional. Sus criterios, gustos y aficiones, suelen ser bastante dudosos, por no decir cuestionables. Nunca he entendido que una persona defienda con el mismo afán a Pink Floyd que a Mariah Carey. No, no cuela el rollo ecléctico. Ciertos temas son blanco o negro. Punto. Joder, es como si comparas a Jim Morrison con Don Omar. Ni grises ni hostias. Últimamente parece que todo el mundo se apunta al carro y apuesta por caballos de carreras que, para llegar a primera línea, los han inflado de esteroides baratos. Detesto a los cretinos que se creen más estrellas que los mismos grupos que ponen a caldo en sus reseñas. Los círculos viciosos y el pez que se muerde la cola no casan conmigo. Soy partidario de los criterios coherentes; de nada me sirve que una persona cambie de opinión como de gallumbos.
Una de las lecciones más importantes que me ha enseñado la vida: desconfía profundamente de aquellos que se consideran eclécticos, por norma son unos esnobs envidiosos pagados de sí mismos.
Autor:
Alexis Brito Delgado (Tenerife, 1980). Escritor, amante del cine y fanático de David Bowie, los Smiths, Iggy Pop, Nick Cave, Depeche Mode, la Velvet Underground, R.E.M. y The Verve, entre muchos otros. Autor de las novelas “Soldado de fortuna: Las aventuras de Konrad Stark” y “Gravity Grave”.
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