Daniela, está a punto de subirse al caballo de sí misma. Es una decisión determinante.
De alguna manera, se ha dado cuenta de que es mejor comenzar, que esperar.
Su caballo es blanco. Cuentan que pasó como una sombra. Que galopaba como noticia
que va corriendo todos los días hasta la fuente, —agua y sonidos blancos, jaurías blancas
y galgo crepitar.
Daniela cierra los ojos para sentirse, que es como asomarse, pero hacia dentro. Contempla
su caballo agonizante, junto al pozo de aguas oscuras y las gallinas a su alrededor.
Seguramente, su caballo no conoce los aspectos que han sido necesarios para que
Daniela, decida subirse a él. Por lo que intuimos, habrá una transfusión de causas
en ambas direcciones hasta los dos ser uno. Así, abrirá los ojos al mundo.
Daniela, loca de sí, cordero de sí, caballísima de sí, comprenderá que al fondo de todo esto
duerme un caballo blanco, un viejo caballo largo de oído, estrecho de entendederas,
preocupado por la situación.
El pulso de su velocidad es la madre que lo habita: los niños lo montan como a un fantasma;
lo escarnecen, y él duerme durmiendo parado ahí, en la lluvia, oyendo todo mientras pinto
estas dieciséis líneas. Sabe que es el rey.
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