Loreena McKennitt es una artista singular. En sus 30 años de carrera ha desarrollado una de las discografías más sólidas dentro de eso que se llama músicas del mundo aunque quizás la etiqueta New age sea más ajustada. Partiendo de la fascinación por los sonidos celtas, Loreena McKennitt ha ido descubriendo lugares y sonidos que han impregnado su música. Su prestigio es tal que El Palacio de Congresos estaba lleno a pesar del alto precio de las entradas. La música de Loreena McKennitt transporta al oyente a un oasis de calma y tranquilidad. Así se puede definir el concierto de anoche. Un concierto impecable tanto en el repertorio como en su ejecución. Con puntualidad casi británica, la canadiense sale a escena acompañada por 5 excepcionales músicos. A saber: Brian Hughes a las guitarras, Caroline Lavelle al chelo, Hugh Marsh al violín, Dudley Phillips al bajo y Robert Brian a la batería. Un grupo compacto y virtuoso que fue el acompañamiento perfecto a las exquisitas composiciones de Loreena McKennitt. Más allá de la nitidez del sonido me llamó la atención el excelente estado de forma vocal de Loreena McKennitt. Han pasado los años, su eterna melena ha perdido el color cobrizo pero su voz conserva toda la magia. Sonó delicada cuando hizo falta y potente cuando fue necesario, pero siempre cristalina. Tampoco se notó el paso del tiempo en las facultades interpretativas de McKennitt con el arpa, el acordeón o el piano.
Con un sonido impecable (ni un acople ni una petición de subida del volumen de los monitores por parte de los músicos) Loreena McKennitt desgranó lo mejor de su discografía. Desde sus álbumes clásicos de los 90 como The visit (1991), The mask and mirror (1994) o The book of secrets (1997) hasta temas de su último LP, Lost Souls, publicado en 2018 tras 8 años de silencio discográfico. En el escenario un telón y unas velas eran el único adorno. La sobriedad era intencionada, Loreena McKennitt nos ofrece un viaje por remotos paisajes (reales o imaginarios, allá cada uno) que no precisa que se nos distraiga con grandes pantallas o trucos escénicos. La música de Loreena McKennitt invita a soñar, a evadirse por desiertos y bosques de una época antigua. Tal es la belleza y la fragilidad de buena parte de su repertorio. El inicio con The mystic’s dream, el tema que abría The mask and the mirror, fue todo un presagio de la belleza que vendría después. Cuando empezó a sonar Marco Polo no pude evitar imaginarme recorriendo la ruta de la seda en el siglo XIII. También me transportaron a lugares remotos en el tiempo y el espacio joyas como The Dark Night of the Soul, Spanish Guitars and Night Plazas o Marrakesh Night Market.
No hubo sorpresas en el setlist ni en la exquisita interpretación de los temas. Las únicas excepciones fueron los ramalazos rockeros en Bonny swans o Gates of Istambul cuando la guitarra eléctrica de Brian Hughes se enzarzó en un duelo de virtuosos con el violín de Hugh Marsh. Son en estas variaciones sobre los temas de McKennitt los que hacen ganar intensidad a un concierto que discurre por pasajes sosegados, quizás demasiado. También la chelista Caroline Lavelle, tuvo su protagonismo con el solo de Santiago, otro de los momentos álgidos del concierto.
La diva se muestra de buen humor, alaba la belleza de Zaragoza, cuenta que ha visitado el foro romano y nos alerta de las amenazas que se ciernen sobre el medio ambiente y la democracia. Razón no le falta. McKennitt y su banda de virtuosos amagan con irse pero vuelven para sendos bises en los que interpretaron Tango to Evora (que me puso los pelos de punta) y Dante’s Prayer. He de admitir que las 2 horas de concierto me parecieron un paréntesis de belleza y sosiego. En mi opinión, por mucho que el público lo solicitase, alargar más el concierto hubiera sido un error.
Se acabó el oasis, tocaba volver al mundanal ruido. Gracias, señora McKennitt por este efímero remanso de paz.
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