Tras una carrera en los ochenta exitosa y después de haber sacado en el año 1990 uno de los mejores discos de Metal de aquella década como Rust In Peace -voraz, afilado, inteligente, técnico, con esas guitarras que ‘chocaban’ en medio de una sección rítmica sensacional-, decidió suavizar un poco las líneas de su fisonomía. En 1992 salía el que, para servidor, es uno de sus mejores álbumes: Countdown To Extinction. No era el más técnico y complejo. Pero ¿saben qué tenía y tiene? Fácil: visión. Cuando salió el álbum, el Metal tradicional pasaba un momento delicado. Pese a que salieron trabajos increíbles, lo cierto es que se vio engullido por los movimientos alternativos y por la diversificación de gustos. Ellos, al igual que Metallica, eran de los pocos que resistían de los ochenta aumentando el nivel e, incluso las ventas. Tanto el genio pelirrojo como sus músicos –Marty Friedman, quien ya se había hecho famoso con Cacophony junto con Jason Becker, David Ellefson, sensacional bajista o el descomunal Nick Menza a la batería estaban considerados, cada uno, de los mejores en su magisterio instrumental- estaban en un momento dulce. Pero sabiéndose conocedores de que la fórmula del éxito era hacer una música más ‘accesible’ en aras de la supervivencia, decidieron bajar las revoluciones: en efecto, Countdown To Extinction era más melódico y ‘comercial’. Pero no por ello disminuía la calidad, sino todo lo contrario. Grabado durante la extenuante y pantagruélica gira de los Clash of Titans -aquel tour que reunía a los mascarones de proa del género a excepción de unos Metallica que abandonaron la ‘causa’ del Thrash para querer convertirse en iconos globales de la música con el Black Album- y los primeros meses del año 1992, este álbum fue el primer punto de inflexión de la banda. Ciertamente, ante un mercado mucho más abierto, sería interesante ver cómo maniobraba para alzarse por encima de los competidores que tenía por aquel entonces.

Y es un trabajo que tiene más de Black Sabbath que de los Sex Pistols. Es un compacto que modera el virtuosismo sin suprimirlo y, lo más importante: es un trabajo hecho para el mercado porque así lo quería su líder y no le venía impuesto por la discográfica. Bastaba con escuchar composiciones como Skin O My Teeth, Architecture Of Agression, Foreclosure Of A Dream o Swating Bullets para ver cómo el nuevo rumbo encajaba con el dictado del Metal de la época. Aunque Friedman seguía destapándose como uno de los mejores guitarristas del momento, tanto la velocidad de los solos como la variedad de escalas, imposibles y vertiginosas de antaño se diluían en torno a un uso creciente de las pentatónicas tradicionales. La sección rítmica, ensamblada en torno al genio compositivo de un Mustaine pletórico por aquel entonces, hacía recaer la importancia en el trabajo solidario. A diferencia de lo que sucedería después, donde éste convertiría a sus músicos en meros funcionarios, el trabajo era solidario, ayudando a fraguar un cambio mucho más inteligente y consecuente que el que adoptaron sus rivales Metallica, por ejemplo. Es un cedé que recogía más las tendencias del Rock y Heavy de los setenta, como decía anteriormente y el Metal contempóraneo que la influencia de Diamond Head o Venom. La elección de los singles, como la espectacular Symphony of Destruction, dejaban al descubierto que no era necesario en el mundo del Metal música grandilocuente para letras perfectamente trazadas. Su capacidad de cronista era sensacional. Bastaba con ver cómo retrataba a Saddam Hussein y a George Bush en una época donde fue fuertemente criticada la actuación unánime del Consejo de Seguridad de la ONU en torno al ataque iraquí a Kuwait y cómo se habían mostrado inoperantes en cada conflicto de la Guerra Fría o, sin ir más lejos en la Guerra de los Balcanes mientras él destapaba el tarro de las escencias con una introducción ‘Wagneriana’ a la que le sucedía unos riffs más estándares pero efectivos.

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Tanto Symphony of Destruction como Sweating Bullets eran composiciones que deberían haber sido el faro que alumbraran a sus coetáneos porque mostraban el tipo de Metal que, salvo el Death y el Black, quería el público. La influencia de Friedman, Menza y Ellefson refuerzan la idea de que Mustaine, por muy grande que fuese, no lo podía hacer todo solo. Gracias a ellos, suena a día de hoy fresco e interesante y sin los complejos que siempre ha tenido el Heavy Metal en los noventa. Megadeth dio una lección de que se puede ser auténtico, sencillo, creativo, despediado, técnico e interesante adquiriendo un gran calado entre público y crítica. Todo lo demás, son sólo excusas de quienes se empeñan en entender que la música es más arte que negocio.

Evidentemente, no todo iba a ser de color negro: Mustaine acabaría el tour con sobredosis e iniciando un exhaustivo tratamiento para intentar recuperase de sus adicciones y echando al traste la gira conjunta que iba a hacer con Aerosmith, la cual sólo duró siete conciertos. Megadeth continuaban con una carrera en los noventa casi perfecta, elaborando su Black Album particular, demostrando que se podía ser refinado, y, a su vez, contestatario. Todo el ingenio que ponía como narrador lo proyectaba en un torrente lírico que deploraba la deriva política y existencial del mundo, y en especial, de su país.

Sólo hacía falta ver en el vídeo de la mencionada Symphony of Destruction para ver cómo atacaba con maestría y sin piedad al tridente conformado por clérigos, políticos y élites financieras. Eran los tiempos en los que, antes de volverse en un cristiano converso y aburrido, vetando a bandas de Metal extremo por sus letras cuando, precisamente, su banda y su persona no eran hermanas piadosas, sabía diferenciar entre crítica y militancia, adoptando ese punto de vista imparcial, por así decirlo, que le ayudó a ganarse esa fama.  Después de este álbum, vendría otro trabajo sensacional como Youthanasia en 1994, un pelín más reposado que éste, con otra portada de las que hacen época, una colección de singles sensacionales -¿cómo olvidar Reckoning Day, Train of Consequences o A Tout Le Monde?, más nominaciones a los premios Grammy y, sobre todo, la idea de que Mustaine muchas veces debería mirar todo lo que ha edificado con anterioridad y dejarse de cómo pudo haber sido Metallica con él.

Si algo ha demostrado el tiempo, al menos para el que suscribe esta crítica, es que Megadeth es una banda mucho más creible, buena y honesta –salvo honrosas excepciones- que los ‘Four Horsemen’. Que disfrute y viva de la vida, de lo que es y quien ha sido: vender más de cuarenta millones de discos haciendo música de calidad en un género que, para cualquiera que no esté familiarizado con él, es complicado de escuchar, durante más de quince años, debe de ser motivo para sentirte orgulloso; ver cómo la gente te quiere y millones de chicos jóvenes reconocen esa música que, quizás les enseño su padre, su tío, primo o hermano mayor, aún más. Mustaine es su peor enemigo. Trabaja mejor cuando tiene estabilidad que cuando no. Si quiere reflotar su banda que empiece, primero, por reflotarse él.

by: Alex Palahniuk

by: Alex Palahniuk

Veinticuatro años. Estudiante de Derecho, amante de la música, la literatura, el ensayo y apasionado de la escritura.

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